En los inicios de las vacaciones de verano mi hermana mayor llegó desde la capital con dos conejos bebés. Eran blancos con ligeras tonalidades de color en las orejas. Asumimos que el que tenía orejas rosadas era hembra y el que las tenía negras era macho; a él le agradó el nombre de “conejito”.
Un día, el conejo que supuestamente era hembra se montó al conejo que supuestamente era macho; y, fue así que empecé a cuestionar el orden macho-hembra. Luego, me dediqué a observarlos: el conejo rosado persiguiendo al negro, tratando de subírsele suave o a la fuerza; el conejo negro a veces indiferente, a veces provocador; cuando todo aparentaba ir bien levantaba las dos patas traseras y le daba una patada fenomenal al conejo rosado en toda la panza, haciéndolo volar por los aires. Y así, muchas veces. Hasta que un día el conejo rosado “la hizo”, la hizo y la volvió a hacer con el conejo negro; y así fue como descubrí el sentido de la frase: “tiraban como conejos”.
“Conejito” quedó preñada, lo notamos cuando se le empezaron a desprender mechones de pelo como si fuera un algodón de azúcar. Mi hermano y yo, que antes habíamos ayudado en labores de parto a gatos, cuyes y una rata; habilitamos una caja con un saco azul de lana y la dejamos ahí con comida y agua. Al poco, mientras estaba en la escuela, empezó a llover como llueve en la selva: una gota, dos gotas, una torrencial. Cuando llegué a la casa toda la azotea estaba inundada y la caja de cartón flotaba vacía. Al ir a la sala encontré a mi hermano con la secadora dirigida a cuerpos carnosos y añiles que estaban pegados a la coneja, que parecía el trapeador del baño.
Mi hermano y yo secamos a la madre y las crías, ningún conejo fue rechazado ni murió. Así, al poco tiempo, teníamos diez conejos saltando por la azotea que se puso blanca y salvaje. Ellos, al mejor estilo de Edipo y Electra, se emparejaron entre sí, de dos en dos, fueron llegando ocho más, y luego ocho más y a ocho más; hasta el punto en que llegamos a tener cincuenta y seis (56) conejos. Nuestra capacidad de consumo de conejo a la plancha, estofado y otras presentaciones era superada por la capacidad de estos animales de reproducirse.
La invasión empezó: los conejos bajaban de la azotea a la vivienda. Era común llegar a la casa y encontrar conejos en el baño, en la sala, en el cuarto. Cuando los conejos se comieron la comida que estaba destinada para la cena, mi madre se hartó y dio la sentencia: “¡Ya no quiero ver ni un conejo en esta casa!”. El cartel de venta de conejos se puso en la puerta y así, incluso de madrugada, tocaban la puerta y se llevaban a los conejos a otra dimensión.
Poco a poco la azotea se fue quedando sin puntos blancos, hasta que solo quedaba “conejito” la matriarca; Y llego el momento en que mamá dijo “anda tráela”, supe de inmediato que nos la íbamos a almorzar. Me opuse. Mi familia trató de atraparla, pero ella solo se dejaría atrapar por mí. No quería traicionar su amor de mascota. Le dije a mamá que podíamos ponerla en una jaula y tenerla como mascota como hace la gente que vive en departamentos en la capital, pero a ella eso le parecía demasiada extravagancia y me dijo que encerrar a ese animal que no había conocido una jaula solo para conservarla cerca era aún más cruel. Mis ansias tempranas de libertad, estuvieron de acuerdo.
La busqué, la miré a los ojos, la llamé como cuando recién llegó. Jugamos, estaba enorme y gorda. Su pellejo era duro pero sus ojitos rosados brillaban como siempre. Luego de explicarle la situación a sus orejas y despedirme, se la entregué a mi mamá y me fui. No vi cuando le cortaban el cuello ni cuando le sacaban el pellejo; pero, sabía que estaba pasando, que su sangre caliente se iba por la alcantarilla.
En la hora del almuerzo, mi amor, mi coneja estaba servida en la mesa. Yo, sentada, miraba su nuevo color dorado. Pensé que al primer bocado vomitaría, pero luego, la idea de tener algo de ella siempre conmigo me hizo cambiar de opinión. Me la comí y cuando lo recuerdo siento que tengo algo de su sabor y sabiduría, de su fuerza de madre, de animal y de plaga. Y hoy, salvaje y cazadora, cuando veo un conejo me reconozco, me lleno de ternura y de hambre.
©Auria Paz Aguilar
Agosto del 2014