Me tomó meses de papeleo llegar a Londres. Apliqué a un seminario y gané el auspicio. Sacar la visa fue una inspección a mis ancestros y cuentas bancarias. Preguntas que me hacían pensar en mi color de piel y mis circunstancias: las cartas que me tocaron al nacer y cómo las jugué hasta ahora.
Luego de la visa y el arribo al aeropuerto, las colas diferenciadas. «Hola, soy artista y vengo a un evento de gestión cultural. Mi maleta es un instrumento musical y algo de ropa». Llega el anhelado “sí, pase”. Camino hacía el metro, noto la gente corriendo apurada. Me fascina desde el primer momento todos los colores, idiomas y razas de las gentes. Polos de personas que vienen por partidos de fútbol del Liverpool, niñas con uniformes de colegios privados, una mujer con un burka que le cubre todo el cuerpo, muchos turistas asiáticos, mochileros y yonquis.
Observo lo eficiente del metro, línea amarilla, roja, azul. “Apúrate, apúrate”, me digo; y no sé por qué, ya que el primer día tengo tiempo de sobra. Es la hora punta de la salida de los trabajos. Luego será la hora punta en los bares donde podrás tomar entre una amplia variedad de cervezas y sidra. Los carteles te invitan directamente: “come to complain about life” (ven a quejarte de la vida) o ven aquí el fin de semana y mira la boda del Principe Harry junto a una gran pizza.
Curry, Fish and chips, falafel y músicos en la calle. En las curvas de las avenidas tocaban violinistas envidiables melodías. El contraste entre gentes de las que sería difícil imaginar la cantidad de dinero que puede tener y la cantidad de homeless, que me llevaban a preguntarme ¿por qué lo son? En Londres he visto la mayor salud y vitalidad en gente que estaba sentada pidiendo limosnas que en ninguna otra ciudad del mundo. Es de película.
Fue curioso estar ahí, interiormente tengo referencias. Es como si en una vida pasada ya hubiese vivido ahí, o que la gran voz de la historia, que es un reflejo de la colonización cultural, a través de series y modelos aspiracionales me hubiese inoculado a mí también. Sé de los autos y su sentido al conducir, de los buses rojos, del humor inglés y de sus costumbres de comer al desayuno. Me causa hasta risa hacerme la pregunta ¿Qué saben ellos de mí?
De lo más curioso que me pasa al viajar, es ser identificada con la línea de raza nativa del lugar: En Londres me preguntarían si doy de la India, luego quizás medio oriente, pero por mi acento al final sabrían que soy “Latina”. Caer en esa definición puede acercarme tanto a México como a España (aunque distante geográficamente, el idioma es lo que a algunos les hace identificarnos como vecinos). En España sabrán que soy peruana y que para ellos hablamos en “peruano”. En Dinamarca pueden pensar que soy de Groelandia y en Brasil era una india de la selva. Felizmente, ante todo esto tengo un amuleto y es lo que dice mi propia imagen en el espejo.
La curiosidad por la proveniencia de tanta gente diferente quizás sea lo más hermoso que me produce Londres. Una ciudad tan magnética tendría que seguir conservando el honor de albergar a tantas etnias, en paz.
Y sin embargo…
El Brexit, el costo de ser aceptado para una visa y el valor del bus público es algo con lo que muchas personas en el mundo viven todo un mes. Luego de los atentados, el miedo que se percibe en las calles es también algo real a trascender. Inocentes que venían a caminar como yo lo estuve fueron alcanzados por un fanatismo y murieron.
Como humanidad espero que aprendamos a despertar de la ilusión de las fronteras y absolutismos, entendiendo que en nuestras diferencias de ser y de lucir, hay suficientes recursos para todos. Que las escalas sociales no son estables. Que no hay humanos superiores ni inferiores. Así dejaríamos el pensamiento de carencia de homeless, tanto los sanos que piden limosna en las calles como los hambrientos milonarios que ostentan consumiendo.