La vida es un viaje. La rutina de un trabajo y una ciudad puede disimular el movimiento eterno; pero la vida se manifiesta. Si nos concentramos en el impetuoso latir que viaja con nosotros quizás podríamos expandirnos hasta cada poro. Vivir con esa consciencia al comer quizás nos haría conscientes del viaje de la comida hasta nuestra boca. Saborear tal vez nos haría conscientes de las emociones asociadas. Las emociones quizás nos harían notar si algo nos hace felices o nos desafía desde otra esquina del sentir. Sentir quizás nos haría querer ser libres del cuerpo. El cuerpo, el refugio, quizás sentirle nos haría darnos cuenta que somos más que él. Y si sentimos que somos más que él sentiríamos al espíritu.
Y en el espíritu seríamos eternos. Y entenderíamos que el viaje del espíritu es infinito y que esta vida es un segundo en el tiempo infinito del universo, que viaja, que se expande.
Y la única manera de entender, sería amar. Amar el camino. Y amando y cantando, quizás la pasaríamos mejor. Despertando todos a la realidad de nuestra unidad, volaríamos.
Y cantando, volaríamos