La tía Enita era la mejor amiga de mi mamá. Bueno, es. Ellas se conocieron niñas, se acompañaron en travesuras adolescentes y fueron cómplices, toda la vida. Cuando yo era pequeña, la visita de la tía Enita era alegre excentricidad. Solía decir y hacer cosas que rompían con el estatu quo. Con un halo de bondad, locura e inteligencia; su sola presencia cuestionaba a cualquiera que estuviera alrededor de ella.
Sus logros la perseguían, el recuerdo de su belleza de juventud hasta el de operar a un Gallo, a pechuga abierta y extirparle un tumor, intervención de la que el pollo se recuperó satisfactoriamente llegando a ser padrillo de montones de pollitos (racatata pun chin chin, quién pudiera tener la dicha que tuvo ese gallo).
Ella también cuestionaba a la sociedad porque a pesar de estar llena y dar tanto amor, no tuvo hijos. Idas y vueltas de la vida. Mucho se habló de eso y ella tenía la madurez de hablarlo también. Sus sobrinos (de hermanos, primos, vecinos y amigos) éramos sus engreídos. Ella tenía sabiduría y la aplicaba. Nos escuchaba, nos hacía jugar y nos daba de comer rico: queso y chocolate de taza de Leymebamba.
Recuerdo cuando alguna vez me llevo con ella por algunos días, de aquí para allá, que si recogemos hierba para sus animales, que si visitamos, que si pagamos el recibo. Ella lo último que hacía era aburrirse, gran lectora, notó algo que nadie había notado: yo estaba triste. Concertó entonces, lo que me pareció la acción más noble: unos días de juego en su casa con sus sobrinos más alegres. Y además, me nombró “domadora de gatos”, porque decía que hasta al gato más arisco yo de acariciarle le volvía mancito. Lo que sé interiormente luego de sus empujoncitos, es que dejé de ser la “Niña de carita triste” y pasé a ser más amiguera, gracias a ella.
Ella me enseñó muchas versiones del amor: el que va hacía los animales, el que va al cuerpo, el que va a la lectura, el amor de juventud, el amor de amistad. Fue la mujer más naturalista y consciente que yo he conocido hasta antes de mochilear.
Un mes después de que mi mamá partiera, ella también se fue. Fiel a su estilo se cuidó en base a alimentación y tomó cero medicamentos frente a la enfermedad degenerativa que de suerte le da a uno entre millones de personas, detectada hace 17 años y que ella supo vivir bajo su propia ley de mucha verdura orgánica, baños de sol, de asiento y nada de ondas de celulares.
Estuvimos ahí sus familiares, estuvimos ahí sus muchísimos sobrinos, el amor que la rodeaba en los últimos momentos era diferente al que rodeaba otros casos de personas que son cuidadas solamente por familiares directos, el amor que a ella la cuidaba, era un amor que ojalá cuide a todo ser humano: el amor creado por un vínculo de cariño.
Se dice que la amistad se mide en el tiempo. Puedo dar amplia fe de eso, con el caso de mi mamá y mi tía Enita fue más de medio siglo; pero también me gustaría pensar, que al ver a un ser humano en necesidad, instantáneamente se pudiera sentir que es nuestro amigo y quererle y darle, la dignidad del resondre o el apoyo del cobijo.
El día del entierro, como otra casualidad/milagro fueron a colocarla al lado de sus padres; pero, al intentarlo notaron que ese espacio estaba ocupado; entonces, con prisa, buscaron otro lugar y el único que encontraron era el espacio al lado de donde está sepultado el cuerpo de mi madre.
Gracias tía. Gracias a toditas las tías y tíos por ser amigos. Y salud: por la amistad.