Me veía hacia abajo y tenía patas de ave y garras; subía la mirada hacía el cuerpo, tenía plumas y al abrir los brazos ¡oh! Tenía alas.
Estaba en el borde de un precipicio.»¡O vuelas o te mueres!», decía una voz y al mirar hacía abajo había un vértigo de muerte porque era frustrante estar ahí posada pero el miedo de volar era más grande.
Algo así como un terremoto hizo que tierra que pisara se sacudiera, se desmenuzara. Si no volaba, literalmente moriría. Entonces me tiré. Caí, caí y caí; movía las alas, el aire las movía a voluntad, yo me enredaba conmigo misma y, dándome casi por rendida, de tanto aleteo, de pronto la fuerza de empuje del aire daba la contra a mis alas pero gracias a la posición firme me mantenía a flote, el aire empujaba como agua, se sentía su temperatura y su fuerza en mí.
Podía ver los detalles de abajo, podía controlar el volar. Era hermoso.
Y una voz dijo: «Águila dorada, ese es tu nombre»