Salgo de mi casa hacía el trabajo y decido llevarme la planta que mi tía más cariñosa me ha regalado. Es una planta que sé, un día tendrá una flor azul.
Me pregunto si la debo llevar en una bolsa además de su maceta. No, no: quiero que la vean. En el micro, la gente la mira, se extraña. Un niñito de como tres años, desde el asiento de adelante, juega a mirarla y esconderse en los brazos de su mamá.
El ser quieto y verde muestra sus ramitas inmoviles mientras avanzamos por la ciudad. Llegamos al paradero. Estoy por la puerta de atrás, la cobradora, amable toca el timbre de bajada por mí (ya que tengo a mi amiga entre las manos). Se abre la puerta, baja una persona, la sigo.
Cuando estoy a punto de bajar se cierra las dos hojas de la puerta, el carro avanza mientras quedo atorada. Me duele la presión, casi no respiro. No suelto la planta. La cobradora y los pasajeros insultan al chofer, le dicen que pare. No para.
Pasan tres cuadras y recién lo hace. Se detiene el carro, se abre la puerta. Escucho insultos. No puedo hablar. Bajo, el carro arranca. Otro auto que pasa me está a punto de atropellar. No suelto la planta. Llego a la vereda. Me cuesta respirar. Volteo y el bus y el auto están tan lejos que no puedo ver las placas ni les llegan mis insultos. Casi me muero, nadie paró, ni me ayudó, ni lo notó.
(por más esfuerzo que se haga en construir algo en un momento pasa algo desafortunado y lo destruye)
Llego a la oficina. Casi en el aire. Me sirvo un vaso con agua. Es la bebida más rica que puedes tomar después de casi morir. Me siento como esa planta. Le invito agua de mi vaso. Brindamos la planta y yo. Seguimos acá.
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